Trastornos del Comportamiento Perturbador.
La categoría diagnóstica de “trastorno del comportamiento perturbador en la infancia y en la adolescencia” hace referencia a la presencia de un patrón de conducta persistente, repetitivo e inadecuado para la edad del menor, que se caracteriza por el incumplimiento de las normas sociales básicas de convivencia y por la oposición a los requerimientos de las figuras de autoridad, generando como consecuencia un deterioro en las relaciones familiares y/o sociales (APA, 2002).
Los sistemas de clasificación diagnóstica más utilizados en la actualidad (DSM y CIE) consideran la existencia de un continuo en cuanto a la intensidad, severidad, frecuencia y cronicidad de los trastornos del comportamiento perturbador, que va desde la normalidad hasta los trastornos disociales. En este sentido, hacen una distinción entre cuatro trastornos que se caracterizan por la presencia de comportamientos disruptivos o perturbadores, que de menor a mayor gravedad se ordenarían en: problemas paterno-filiares (Z 63.1, si el objeto de atención clínica es el menor), comportamiento antisocial en la niñez o adolescencia (Z 72.8), trastorno negativista desafiante (F 91.3) y trastorno disocial (F 91.8) (APA, 2002).
La evolución dentro de dicho continuo podría producirse como consecuencia de un desarrollo psicosocial deficiente, producto de unas pautas educativas desajustadas y una mayor disponibilidad y accesibilidad a modelos inadecuados (Bradley y Corwyn, 2005; Snyder y cols., 2005). Estos factores promueven el mantenimiento o incremento de comportamientos disruptivos, que en su origen pudieran considerarse como normales, pero que en ciertos casos pueden evolucionar hasta convertirse en muy graves (Goldstein y cols., 2005).
Muchos de los comportamientos considerados negativistas o disociales surgen de forma natural durante el desarrollo evolutivo del menor. De esta forma, y a modo de ejemplo, el comportamiento de desobediencia de un niño de 2 ó 3 años de edad ante la prohibición de los padres de tocar la televisión o la conducta agresiva de un niño que aún no ha adquirido un nivel de expresión verbal adecuado, pueden considerarse conductas normales y necesarias para que el niño desarrolle las sensaciones de independencia y autonomía, las cuales le permitirán conocer el mundo a través de su interacción con él (Campbell, 1993). No obstante, la generalización y el mantenimiento de esos comportamientos a lo largo de los años será lo que determine la presencia de los problemas de conducta o de los trastornos del comportamiento perturbador ulteriores (Díaz-Sibaja, 2005).
Los trastornos del comportamiento perturbador suponen hoy en día uno de los diagnósticos más frecuentes en las unidades de salud mental infanto-juvenil, tanto en España, que supone algo más de la mitad de las consultas clínicas que se realizan (Herreros, Sánchez, Rubio y Gracia, 2004), como fuera de nuestras fronteras (Dery, Toupin, Pauze y Verlaan, 2004).
Se ha constatado que la frecuencia de los trastornos del comportamiento perturbador aumenta en función de la edad. En este sentido, la prevalencia es de aproximadamente un 3% a los 10 años, llegándose a alcanzar el 8,7% a los 16 años (Kashani y cols., 1987). En este mismo sentido, se podría concluir que cualquiera de estos trastornos son más frecuentes en la adolescencia, en una proporción de 2 a 1 (Pedreira, 2004).
La identificación precoz de los trastornos leves del comportamiento, así como la elaboración de un plan de acción en el cual se implique a los padres, resulta crucial para prevenir y evitar futuros desajustes sociales, que, en los casos más extremos, pueden llegar hasta la delincuencia (Díaz-García y Díaz-Sibaja, 2005).
La aceptación por parte de la mayoría de los autores en considerar que los trastornos del comportamiento perturbador tienen un origen multicausal, ha motivado numerosas líneas de investigación que pretenden dar cuenta de los factores de riesgo y de los factores protectores que aumentan o disminuyen la probabilidad de aparición de estos trastornos. En este sentido, la probabilidad de aparición de los trastornos del comportamiento perturbador y su gravedad sería proporcional al balance entre los factores de riesgo y los factores protectores (Loeber y Farrington, 2000).
No cabe duda de la importancia que juegan los factores familiares en el desarrollo y/o mantenimiento de los trastornos del comportamiento perturbador. Como refiere Otero-López (2001), la familia es el grupo de referencia encargado de transmitir al menor el conjunto de normas y valores sociales, a través de las actitudes y comportamientos de los padres. El consenso en cuanto a la relación que existe entre la familia y los problemas de conducta, ha motivado el estudio de las variables estructurales y de funcionamiento familiar que pueden explicar el desarrollo de estos trastornos.
Factores Familiares
Psicopatología de los padres:
- Alcoholismo, drogadicción o conducta antisocial de los padres.
- Depresión de la madre (Pedreira y Ballesteros, 2003)
Familias desestructuradas:
- Pérdida de alguno de los padres (Morrison y Cherlin, 1995).
- Conflictos graves de pareja (violencia de género) y separación conflictiva (Juby y Farrigton, 2001).
Estilos educativos:
- Falta de supervisión (Otero-López, 2001)
- Utilización excesiva del castigo y métodos punitivos (Straus, Sugarman y Giles-Sims, 1997).
- Mala calidad de las relaciones (discusiones, falta de comunicación, rechazo del hijo, etc.) (Pedreira, 2004)
Teniendo en cuenta la importancia que tienen las pautas de crianza y las características personales de los padres en el desarrollo de ciertos trastornos psicopatológicos en la infancia y adolescencia (Barkley y cols., 1999), resulta lógico pensar que el abordaje terapéutico en muchos de estos casos debiera pivotar alrededor de programas de escuela de padres, los cuales estarían dirigidos a optimizar la actitud educativa de los padres, así como las habilidades comunicativas y el intercambio de afecto paterno-filial (Díaz-García y Díaz-Sibaja, 2005).
Por lo que respecta a la eficacia de los programas de educación a padres, hay estudios que reflejan que este tipo de intervención ha demostrado ser el tratamiento de primera elección para los problemas cotidianos del comportamiento infantil, ya que supone un acercamiento completo, rápido y eficiente de esta problemática (Sanders, 2002), con la ventaja añadida de que la mejoría producida en los comportamientos del niño tras el tratamiento se mantiene, en un alto porcentaje de los casos, en los seguimientos a largo plazo (Nixon y cols., 2004).
El programa que utilizamos los Psicólogos de Algeciras se caracteriza por ser un programa cognitivo-conductual protocolizado y estructurado, basado en el modelo de competencias, con una metodología eminentemente psicoeducativa, cuyo objetivo es el de enseñar una variedad de técnicas conductuales y cognitivas de demostrada eficacia que permita a los padres desarrollar de manera más adecuada sus funciones educativas y socializadoras.